En el primer número de esta gaceta se cuentan 3 historias relacionadas con el tren, cuyos autores narran sus vivencias de como este medio de transporte marcó sus vidas y sobre todo son testimonio de una época de oro de este medio de transporte.
Tres historias del tren
Con los títulos Mis Recuerdos del Ferrocarril Mexicano del Sur, de Miguel Ángel Ortega Mata; Crónicas de un jefe de Estación, de Eleazar Cordero Bravo; y Una Bestia Inteligente o un Gigante Sensible, de Argelia Villegas López, se recupera una gran parte de la historia del tren, ese que se convertía en una fiesta con su llegada a las poblaciones de Oaxaca.
Con estos relatos también se rinde homenaje a una época en que el tren fue de suma importancia para el desarrollo del estado, así como del resto del país. Estas vivencias plasmadas en textos imborrables comparten también la diversidad cultural, sus espacios arquitectónicos, sus sabores y colores. y sobre todo el calor de la gente.
A continuación, un fragmento de Una Bestia Inteligente o un Gigante Sensible:
Tengo el recuerdo vívido, las imágenes me golpean más como una experiencia olfativa que de movimiento, y marcó varios domingos de mi infancia istmeña. En punto de las 6:50 de la mañana el silbido del tren que transitaba de Salina Cruz a Ixtepec fue mi canción predilecta, mi primer amor. Durante los diez minutos que tardábamos en cruzar las principales calles de Salina Cruz para llegar a la estación, mi mente ya había hecho un recorrido del paraíso de aromas y sabores que me esperaban en el trayecto para reencontrarme una vez más con mi abuelo materno en Ixtepec: tamalitos, queso y totopo al detenernos en Tehuantepec, Nicuatole y agua de ciruela con ‘harto’ hielo al pasar por Juchitán y la alegría de saltar para contar los durmientes en las vías del tren al llegar a Ixtepec. Todo eso pasaba en mi mente cuando tenía 10 años y corría con mi madre, mi primo Rodrigo y mi tío Cristóbal para alcanzar el tren que todavía funcionaba en la década de los años noventa en Salina Cruz. Llegábamos sudando a la taquilla de la estación, mi mamá sacaba las tres credenciales de estudiantes, pagaba con cambio y corríamos para apartar lugares. La taquilla de la estación era todo un misterio para mí, sus barrotes oxidados, la antigua ventana por donde nos arrojaban los boletos y las láminas amarillentas que apenas protegían a la vendedora me hacían viajar en el tiempo. Siempre me gustaba imaginar que se trataba de una dimensión que te permitía ver el pasado para adquirir los boletos. La puntualidad destacaba siempre: a las siete de la mañana nos encontrábamos los cuatro sentados frente a frente en las butacas tipo gabinetes donde empezaba mi viaje olfativo. Siempre solía hundir la nariz en el óxido pegado a las ventanas a la vez que escuchaba el silbar del tren y el clásico crujido de su peso sobre las vías. Por algún motivo me creía poderosa arriba del tren, sentía que había ganado algo que nadie más podía tener en esos momentos que veía el sol nacer entre el cerro Piedra Cuachi. Mi madre aprovechaba a dormir un poco. Mi primo, Rodrigo quien era dos años menor que yo, siempre se acurrucaba cerca, y Cristóbal, mi tío dos años mayor, siempre me acompañaba en silencio como si comprendiera lo poderosos que éramos al viajar en aquel tren. El viaje duraba poco más de una hora, pero para mí era infinito porque empezaba a viajar desde la noche del sábado que sabía del plan porque debíamos dormir temprano. Al salir de Salina Cruz el panorama era casi desértico, pero en esos tonos marrones también había magia. El juego de sombras era infinito antes de las ocho de la mañana. Y tal vez era por eso que el paisaje para mí no era un desierto y disfrutaba de ver cómo las sombras de los árboles se retorcían caprichosamente cuando la máquina donde yo viajaba pasaba fugaz con su estruendoso silbato. En varias ocasiones las personas quemaban basura, el humo se mezclaba con el aroma matutino de los árboles de mango y mezquite, el resultado sacudía mis sentidos y enamoraba mi olfato. Se trataba de un cóctel aromático que siempre supe distinguir en mi infancia y que adquiría una peculiar importancia cuando viajaba en tren. Tengo el recuerdo vívido, las imágenes me golpean más como una experiencia olfativa que de movimiento, y marcó varios domingos de mi infancia istmeña. En punto de las 6:50 de la mañana el silbido del tren que transitaba de Salina Cruz a Ixtepec fue mi canción predilecta, mi primer amor. Durante los diez minutos que tardábamos en cruzar las principales calles de Salina Cruz para llegar a la estación, mi mente ya había hecho un recorrido del paraíso de aromas y sabores que me esperaban en el trayecto para reencontrarme una vez más con mi abuelo materno en Ixtepec: tamalitos, queso y totopo al detenernos en Tehuantepec, Nicuatole y agua de ciruela con ‘harto’ hielo al pasar por Juchitán y la alegría de saltar para contar los durmientes en las vías del tren al llegar a Ixtepec. Todo eso pasaba en mi mente cuando tenía 10 años y corría con mi madre, mi primo Rodrigo y mi tío Cristóbal para alcanzar el tren que todavía funcionaba en la década de los años noventa en Salina Cruz. Llegábamos sudando a la taquilla de la estación, mi mamá sacaba las tres credenciales de estudiantes, pagaba con cambio y corríamos para apartar lugares. La taquilla de la estación era todo un misterio para mí, sus barrotes oxidados, la antigua ventana por donde nos arrojaban los boletos y las láminas amarillentas que apenas protegían a la vendedora me hacían viajar en el tiempo. Siempre me gustaba imaginar que se trataba de una dimensión que te permitía ver el pasado para adquirir los boletos. La puntualidad destacaba siempre: a las siete de la mañana nos encontrábamos los cuatro sentados frente a frente en las butacas tipo gabinetes donde empezaba mi viaje olfativo. Siempre solía hundir la nariz en el óxido pegado a las ventanas a la vez que escuchaba el silbar del tren y el clásico crujido de su peso sobre las vías. Por algún motivo me creía poderosa arriba del tren, sentía que había ganado algo que nadie más podía tener en esos momentos que veía el sol nacer entre el cerro Piedra Cuachi. Mi madre aprovechaba a dormir un poco. Mi primo, Rodrigo quien era dos años menor que yo, siempre se acurrucaba cerca, y Cristóbal, mi tío dos años mayor, siempre me acompañaba en silencio como si comprendiera lo poderosos que éramos al viajar en aquel tren. El viaje duraba poco más de una hora, pero para mí era infinito porque empezaba a viajar desde la noche del sábado que sabía del plan porque debíamos dormir temprano. Al salir de Salina Cruz el panorama era casi desértico, pero en esos tonos marrones también había magia. El juego de sombras era infinito antes de las ocho de la mañana. Y tal vez era por eso que el paisaje para mí no era un desierto y disfrutaba de ver cómo las sombras de los árboles se retorcían caprichosamente cuando la máquina donde yo viajaba pasaba fugaz con su estruendoso silbato. En varias ocasiones las personas quemaban basura, el humo se mezclaba con el aroma matutino de los árboles de mango y mezquite, el resultado sacudía mis sentidos y enamoraba mi olfato. Se trataba de un cóctel aromático que siempre supe distinguir en mi infancia y que adquiría una peculiar importancia cuando viajaba en tren.
Para seguir leyendo esta historia y el resto de la revista entra a la versión digital de La Rielera, en la que encontrarás más relatos, testimonios e información importante sobre el desarrollo del ferrocarril, así como del Museo Infantil de Oaxaca.
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Se escucharon diversos relatos e historias sobre el tren.
MIO.
Sobre el MIO y el tren
El Museo Infantil de Oaxaca está ubicado en la Antigua Estación del Ferrocarril, la cual se transformó en un Centro Cultural por iniciativa del Gobierno de Oaxaca y la Fundación Alfredo Harp Helú.
Este lugar pretende difundir la vida, obra y logros de figuras prominentes de la cultura oaxaqueña, con el objetivo de conservar toda expresión generada por las personas y la naturaleza, así como fomentar la lectura.
Situado en el Barrio del Ex-Marquesado, el museo abre sus puertas de martes a domingo de 11h a 18:30h. La entrada y las actividades son completamente gratuitas.
La dirección es Calzada Francisco I. Madero 5111, un hermoso espacio que conserva vestigios de lo que fue en su momento de gloria la casa del Oaxaqueño, el tren que recorría el Valle de Tehuacán hasta CDMX.
El edificio, acorde al tamaño de la ciudad en esa época, era modesto y con una sutil influencia de la arquitectura victoriana, que se ha ido transformando con el tiempo.
Los muros se erigieron con sillares de cantera verde almohadillados, combinados con cantera rosada para marcos y cornisas, siguiendo el estilo de aquel tiempo.
Un amplio techo de tejas facilitaba la ventilación por encima de los muros en el interior y, por fuera, proporcionaba sombra sobre el andén.
Hoy en día, el museo cuenta con una variedad de espacios interactivos y educativos, tales como:
- La Sala del Ferrocarril
- La BS Ferrocarril para la promoción de la lectura
- El Bosque Encantado para juegos al aire libre
- Vagones que funcionan como salas de exhibición y talleres temporales
- Auditorio
Si quieres vivir la historia del tren en México visita el Museo Infantil de Oaxaca.
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El Museo Infantil de Oaxaca pretende conservar la memoria del tren y su utilidad.
MIO.
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