Las últimas horas de la tarde nos sorprendieron atravesando las salinas que rodean la laguna de Llancanelo. La zona del embalse El Nihuil había quedado atrás envuelta en una nube de polvo que levantaban los vehículos en el árido desierto. Un raquítico pastizal cubierto en su mayor parte por grandes manchones blancos, fue la entrada a las salinas, última parada antes de llegar a la ciudad de Malargüe.
Desde allí, mirando hacia el oeste, la cordillera de los Andes se veía oscura, difusa y misteriosa. Pequeños puntos luminosos a la distancia nos indicaron que estábamos cerca de llegar a destino. El sol se ocultaba detrás de las montañas creando un atardecer único, irrepetible, de intensos colores, que lentamente se fue diluyendo en la oscuridad. En silencio, disfrutamos de esta puesta en escena de la naturaleza, que creímos en nuestra fantasía que era exclusivamente para nosotros. Lamentablemente, para evitar la noche en el desierto tuvimos que apurar la travesía.
CONOCIENDO VOLCANES.
Amanece. El sol de un nuevo día se levanta en el horizonte iluminando un extenso paisaje desértico, árido, frío, donde apenas se dibujan ondulaciones y lejanas elevaciones montañosas.
Ya no se ven las columnas de humo que se desprenden de la lava ardiente y burbujeante que inunda el terreno. Tampoco se escucha el estruendo de las explosiones que se originan en el interior de los volcanes para luego estallar como potentes bombas, que antes de caer en forma de lluvia de fuego se funden entre retorcidas nubes de cenizas volcánicas que se elevan cubriendo el cielo.
Esta visión catastrófica, impactante y grandiosa a la vez, seguramente estará presente en la imaginación de muchos visitantes, principalmente los que se internan en esta región volcánica, porque sucedió. Sí, sucedió muchas veces en tiempos pasados.
Esa mañana fría de otoño viajamos hacia uno de los campos volcánicos más vastos de América del Sur, la Reserva Provincial La Payunia, ubicada en el sur de Mendoza, dispuestos a conocer –como turistas inquietos– un testimonio geológico único de aquellos tiempos.
A pocos kilómetros al sur de Malargüe, por la RN 40, un cerro denominado por los huarpes –aborígenes que poblaron la región– “Chihuido” (cerro puntudo), nos indica que debemos ingresar a la ruta provincial 186, hacia el este. El camino une Malargüe con el pueblo de Agua Escondida y la provincia de La Pampa, recorriendo parte de la depresión de los Huarpes, antiguamente inundada, formando un enorme lago que hoy comparten las salinas del Diamante, la laguna de Llancanelo y El Nihuil.
Cerca de Llancanelo, donde se encuentran los volcanes más jóvenes, dejamos la ruta 186 y nos internamos por un camino interior hacia La Payunia. Encontramos en la zona dos volcanes hidromagmáticos, el Malacara y Carapachio, que hicieron erupción bajo el agua.
En las zonas más altas, entre el macizo del Payún Matrú y el río Grande se encuentran los volcanes más jóvenes, del tipo hawaiiano, es decir, menos violentos, pausados, que generan lava muy líquida, con mucha temperatura y extensas coladas que se pueden apreciar al entrar a La Payunia. Según vulcanólogos italianos que hicieron investigaciones en esa región, se encuentra allí la colada volcánica más grande del mundo, de 160 km. de extensión, que llega hasta la provincia de La Pampa.
Cientos de conos volcánicos, pequeños y grandes, extensas planicies y valles atravesados por lenguas de antiguas coladas de lava se extienden en un paisaje que nos acerca al macizo del Payún Matrú, un volcán joven de 3.715 m. de altura que se originó por múltiples efusiones de lava basáltica, con un enorme cráter de 9 km. de diámetro. En las cercanías yace el Payún Liso, de 3.838 m. de altura, el más alto de la región, de forma cónica, con un pequeño cráter de 400 m. de diámetro y una profundidad de 90 m. No llegamos hasta allí esta vez, será en otra travesía con más tiempo y preparación.
Más cerca despuntan otros volcanes, como el Santa María que presenta una extensa colada de 18 km., conocida como Escorial de la Media Luna; y el Morado Norte, un volcán de tonos rojizos, responsable de la lluvia de pluma volcánica más grande del planeta, entre otros.
A medida que nos acercamos, el camino en ascenso, pedregoso y difícil de transitar, se transforma en una huella que se interna en un paisaje diferente donde el contraste cromático se adueña de la escena en un mundo de volcanes silenciosos. Los tonos ocres, marrones y rojizos dominan una zona sembrada de bombas volcánicas, y más allá, sobre una extensa planicie ondulada cubierta por un gran arenal negro, originado por lava muy fragmentada, se destacan campos de coirones amarillos que se funden en un cielo azul. Caminar por ese oscuro manto, conocido como Pampas Negras, nos dejó la sensación de estar pisando el suelo de otro planeta.
PAUSA Y EL REGRESO POR LA PASARELA.
La sombra del Real del Molle, un añoso arbusto que tiene unos 500 años, según nuestro guía, fue el lugar elegido para hacer una pausa y reponer energías con un almuerzo casi merienda. Desde allí el Payún Liso se dejó fotografiar. Sin perder mucho tiempo reiniciamos el viaje para el regreso.
Dejamos la altura y comenzamos el descenso hacia los valles dónde pudimos ver grupos de guanacos mimetizados en el paisaje. Como los días de otoño se van acortando y la tarde se transforma en noche rápidamente, nuestro guía quería terminar la travesía mostrando, con un poco de luz, un cañón creado por una erupción volcánica de lava basáltica, que emergió de las profundidades transformando la geografía del lugar. El cauce del río Grande, que se interpuso en su camino, fue cortado por el torrente de lava incandescente, formando un dique natural. Con el tiempo el agua de deshielo solidificó la lava y la resquebrajó originando este gran cañón. Un puente de madera, conocido como La Pasarela, atraviesa el cauce del río, que en ese lugar corre encajonado y rugiente.
Nuevamente la RN 40, que fluye paralela al río Grande, nos conduce hasta Malargüe, tras haber vivido una experiencia fuera de lo común, inolvidable.
La Payunia, el reino de los volcanes silenciosos
Conocimos y disfrutamos un paisaje diferente, único, donde el contraste cromático se adueña de la escena en un mundo de volcanes silenciosos. Los tonos azules, ocres, marrones y rojizos predominan en una zona sembrada de cenizas y bombas volcánicas. Más allá, sobre una extensa planicie ondulada cubierta por un gran arenal negro, originado por coladas de lava muy fragmentada a través del tiempo, se destacan campos con coirones amarillos que se funden en el cielo azul de la estepa patagónica.
FAUNA Y FLORA.
La reserva es también un refugio de muchas especies de la fauna autóctona, como guanaco, zorro, choique, águila mora, jote de cabeza colorada, gran variedad de aves, y algunos reptiles endémicos. Se han registrado 70 especies en La Payunia. El acercamiento es controlado por considerárselas especies muy vulnerables. La flora está representada por matorrales, pastizales y especies del monte y de la Patagonia, como colimalil (leña amarilla), coirón, melosa, solupe negro, retamillo, pichanillo, cacho de cabra, algarrobo, molle y jarilla.
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